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Besos como putos manantiales de primavera.









Café Gloria. El Café Gloria tiene poco de café, de la tal Gloria ni se sabe y la gloria en sí misma ni asoma la jeta por allí. Uno va al Gloria a beber, para qué engañarnos. Uno se llega hasta allá para despacharse un carajillo o un chupito Baileys alguna vez y un par de cañas las más de las veces. Claro que están los habituales del solysombra y el gin-tonic con Larios, "un chorrito largo, niña". Aparece algún rarito de JB con Seven Up -gafas de sol en la frente, cosa que es siempre sospechosa-, pero los modernos aparecen sólo los viernes o vísperas de fiestas de guardar, y son los menos. Porque lo habitual en el Café Gloria -mucho de pena y poco de gloria, ya digo- son los prejubilados de banca, algunos sindicalistas liberados con chaquetas de lana y currelas de buzo azul que instalan el gas y cosas así. A veces se deja caer alguna señora de chándal rosa, una Maricarmen de monedero justito y tragaperras chillón que siempre le da color a la cosa. Los parroquianos salen a fumar Ducados, claro, como a hurtadillas, en la puerta. Salen a fumarse la Vida que son cuatro días y la mitad noches. Y hablan de sus cosas, de la existencia de Dios, de la no existencia de Dios y de los watios de las bombillas del baño. En el Gloria se sabe mucho de alicatados y del Sporting también. El paisanaje es como un tapiz de hojas crujientes que va pisando el otoño porque el Gloria es a cualquier hora un eterno domingo por la tarde en octubre. En el Café Gloria siempre hay puesta una peli del oeste en una tele grande al fondo. Todos miramos en silencio la película y todos suponemos que debe de haber otra Vida ahí afuera. En esos westerns el malo siempre pierde y el bueno se lleva a la chica. Pero el Brigi sabe que no siempre pasa así en la Vida. Y es que el Brigi, cuando se emociona, te empieza a contar su historia. Menuda historia la del Brigi. El Brigi llora a veces. Sus lágrimas se juntan con su ginebra y te dan ganas de abrazarlo, qué hostias. Puerca Vida. Después el Brigi te invita a algo, claro. Ya he dicho que uno va al Café Gloria a echarse a perder y a alegrarse el coleto. Y uno aprende cosas en el Café Gloria, aprende que la Vida no es buena ni justa ni amable. Uno aprende que la Vida hiere y la Vida duele y te agarra a veces de los cojones fuerte, fuerte. Que la Vida es un poco puta, vamos. También aprendes a querer a tipos como el Brigi y a su mujer que desde hace un tiempo no recuerda ni quién es porque recordar, lo que se dice recordar, no recuerda ni su nombre. Pero me dice el Brigi que sólo se acuerda de una cosa, que sólo reconoce una cosa: sus besos. Besos de mantel de hule y cafetera vieja. Besos ya irremediablemente castos, dulces como la uva de un septiembre acabado. Besos con sabor a fresa. Besos de flor y miel sobre su boca, sus párpados, besos  dados con unos labios que tiemblan sobre sus mejillas y su frente. Pero besos frescos como un puto manantial en primavera. Besos que hacen que Rosa -así te llamas, Rosa, así te llamas-  recupere la sonrisa y mire a Brigi como lo miraba hace quince, hace treinta años. Besos que hacen que se amen a través de una mirada siempre a punto de romperse como si tuvieran veinte años de nuevo. Besos que devuelven a Rosa, y al propio Brigi, a la Vida durante unos segundos siempre escasos. Yo sé una cosa, sé que Brigi no tira la toalla cualquier día de estos sólo por esos segundos que cada día se le escurren entre las manos como agua imposible de retener. Como un tiempo que nunca volverá. Como una soledad llena de campanas.







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