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Despertar.

Los dos primeros segundos deben de ser como estar muerto. Sabes que estás ahí pero todavía no sabes quién eres y menos aún en donde estás. No es una sensación incómoda. Rara, como estar muerto. Y entonces las cosas se van poniendo en su sitio. Estás en su casa, de hecho, estás en su cama. La luz entra despacio por la ventana. Suave. La claridad que limpia la mañana pura de un domingo. Silencio sin prisas. Recuerdas los bares de anoche, las luces brillantes, la vuelta a casa entre besos y risas y piensas en tu ropa esparcida por todo el salón. No recuerdo un amanecer  que hayamos llegado civilizadamente a la cama. Cuando ella se apoya en la mesa y gira la cabeza hacia ti con su melena cayendo por su espalda desnuda, sabes que ya no hay vuelta atrás. Lo hemos deseado desde las miradas de la primera cerveza. Ahora oyes su respiración a tu lado. Giras la cabeza y ves su pecho moverse arriba y abajo. Su pelo rubio enrollado en tu brazo como si el sueño hubiera querido unirnos sin esfuerzo. Los reflejos del sol dibujan extrañas formas en el techo blanco. Las sábanas ocultan placeres próximos. Luego piensas en el zumo, en la música que pondrás en el desayuno medio desnudos y a qué café irás a leer la prensa fresca y renuncias a pensar en cualquier cosa que esté más allá de esa tarde. No existe nada más allá de este despertar. No estoy seguro pero diría que tampoco existió nada antes de este despertar.

Probabilidades. Polvos en el Paleolítico y el Gordo de Navidad.


Una señal inequívoca de que has nacido es que estás leyendo esto. Pero ¿cuántas posibilidades hemos tenido de no nacer? De hecho has nacido porque se ha dado una posibilidad entre trillones de combinaciones posibles. Literalmente, trillones. No sólo el espermatozoide de turno. La casualidad no sólo ha hecho que tus padres se conozcan a lo largo de su transcurso en la Tierra. Quizás tu padre acudió a una fiesta o hizo un viaje y conoció a tu madre. Pero las circunstancias por las que hizo ese viaje de nuevo surgieron porque previamente se dieron otros millones de combinaciones exactas para propiciar ese viaje, ese viaje exactamente. Ningún otro. Eso no es nada. Tus padres nacieron por combinaciones de otros millones de posibilidades hasta que nos remontamos al Paleotítico en donde tu antepasado macho tuvo sed y se acercó a beber a un riachuelo, justo ese individuo, justo en ese momento y lugar. Allí se encontró a una hembra del Paleolítico llena de pelos e hicieron crunchi-crunchi debajo de un árbol. Sí, tus abuelos elevados a las vigésima potencia. Trillones de combinaciones después, va y sales tú. Por ese motivo, tu propia existencia y los encuentros humanos son pequeños milagros. Y la mitad de las veces los damos por sentado como si tal cosa. Todo, absolutamente todo lo que ves a tu alrededor está ahí porque se ha dado una posibilidad entre trillones. Todo lo que ves: tu existencia, tus músicos preferidos, las personas que amas, las ciudades que has visitado, las películas que te han marcado, los dolores que has sufrido. Nos preocupamos de si está lloviendo o de si el jefe me llama al despacho. O de si pierde mi equipo. Nos dedicamos a putearnos, a gritarnos y a creermos más que el Otro. Maltratamos a nuestras parejas, matamos a desconocidos. Si fuéramos conscientes a cada instante de los millones de posibilidades de no estar aquí y el milagro de las relaciones humanas, la Vida nos parecería otra cosa. No saldríamos de nuestro asombro. Quizás nos aterrorizaría. Que te toque el Gordo en Navidad es la cosa más normal del mundo. Ahora podemos seguir desperdiciando nuestro tiempo. Y como haya un Dios en el otro mundo, nos va a joder pero bien. Por idiotas.

Gestos.

Hay quien dice que hoy en día hemos perdido la espontaneidad. Prisas, stress, crisis... Parece que ya no queda tiempo para los pequeños encuentros humanos, naturales y que no pidan nada a cambio. Pero historias como ésta hacen que volvamos a confiar en la espontaneidad de los pequeños grandes gestos, esos que de repente te reconcilian con la Vida.
Primero, los niños muestran los nombres...
El Centro Dana-Farber (Boston) es un hospital puntero en la lucha contra el cáncer a nivel mundial y actualmente está construyendo un ala nueva en sus instalaciones. Entre los pacientes que atiende, hay niños. A uno de ellos se le ocurrió escribir su propio nombre en una cartulina y exhibirla por la ventana. De forma espontánea, los currelas que levantaban enfrente de sus ventanas el nuevo edificio, escribieron ese nombre con pintura de color fosforito  en el andamiaje de la obra. Con el paso de los días, más niños escribieron sus nombres a través del cristal y los obreros los reprodujeron entre sus hierros con colores llamativos. Cada vez que un niño ve su nombre escrito al otro lado del ventanal, el resto aplaude y vitorea. Quizás los trabajadores jamás conozcan a esos niños, sin embargo, el simple gesto de poner sus nombres los ha unido a todos para siempre como lo que son: seres humanos en diferentes circunstancias que tienen la lucidez de parar a mirarse unos a otros durante al menos un instante en sus vidas.
... y los trabajadores los escriben después. 


Más info aquí (The Boston Globe)

No me quiero enamorar, hostias.

De la serie... "Oído por esas calles 
que se reparten Dios y el Señor Diablo".

Barra de bar. 15.36 h. de un domingo cualquiera.

- Porque tú ya sabes que a veces me pierdo pero yo nunca haría algo así, Javier. Yo no soy un puto chivato. Porque yo te quiero de corazón. De corazón, ¿entiendes? Aunque a veces la vida se me ha torcido ¿no? Y ahora mismo tengo 40 gramos de chocolate y me los voy a ir a fumar toda la tarde. Tranquilito. Pero yo no te haría a ti algo así porque te respeto. Yo te quiero mucho, Javier. Dime que no.

Le mira unos segundos en silencio a través de sus ojos rojos, casi llorando. Cambia de tema sin darse cuenta.

- Y ¿sabes? hay una tía que me está llamando todo el rato y yo le cuelgo... porque no me quiero enamorar de ella. Ayer me llamó cuatro veces y no le cogí. 

Le besa en la mejilla. Un beso seco entre tipos duros y pasados de rosca. Vuelve a mezclar los temas.

- Porque no me quiero enamorar, joder. Sabes que he tenido mis movidas. Y yo te respeto desde que era un crío y sabes que he tenido mis momentos malos, pero no soy un chivato. He hecho de todo en mis días malos, pero nunca seré un puto chota. Me tengo que ir ahora; me he gastado 500 pavos esta noche y voy hasta el culo. Pero yo te respeto, Javier. Y... no me quiero enamorar, hostias...